jueves, 27 de diciembre de 2012

La lectura del fin de semana. Las aventuras de Pumby. Autor desconocido. Años 60.




Este libro me lo regaló alguna de las visitas que iban por navidades a casa de mis padres, alguna señora que no sabía bien la edad que yo tenía por aquella época, y pensaba que aún leía esas cosas, que, por cierto, yo nunca leí porque Pumby es un personaje como para bebés pero los bebés no saben leer, de ahí su fracaso, su público objetivo estaba mal definido porque su contenido no podía leerlo nadie apropiado.

Un fallo sin duda, pero la señora que me lo regaló tampoco se dedicó a dar demasiadas vueltas al asunto de mi edad y del supuesto público objetivo fallido de Pumby, corrían los años 60 y los niños éramos poca cosa, no como ahora que son el centro del mundo.

El libro era tan inapropiado para mí y mis gustos que nunca lo leí, me causaba un rechazo tremendo, además el tal Pumby era de color rosa, en qué estaría pensando esta señora cuando lo compró, me preguntaba mientras miraba lo arreglada que se había puesto para la visita, con su collar de perlas a lo Carmen Polo.

Mi madre nos hacía vestirnos de calle cuando venían visitas y nos advertía que estuviéramos quietos, saludáramos a la visita con un beso (en aquella época sólo se daba un beso, en la mejilla, claro, no vas a besar en la boca a esa señora y además en la década de los 60, te echan del país o lo que es peor te meten en un reformatorio).

Había que pensar bien lo que se hacía durante el franquismo, incluso un niño no estaba libre de toda sospecha, podía poner en una situación comprometida a sus padres, nada de escándalos aunque te regalaran un libro de Pumby.

Terrible. Mi madre nos hacía ir a la pastelería del barrio a comprar pastas de té para las visitas, cuarto de pastas de té variadas, no pidáis todas de chocolate que os conozco, las pastas no son para vosotros…, eso decía pero al final las pastas eran para nosotros y nos tocaba comernos esas pastas insípidas que no llevan chocolate que no sé ni para qué las hacen en las pastelerías, seguramente porque les sale más baratas hacerlas.

Mi madre nos tenía prohibido coger ninguna pasta hasta que la visita se marchara, la señora en cuestión siempre decía: por qué no comen una pasta los niños…, y mi madre decía: venga coger una pasta y marcharos a jugar, cogíamos las dos pastas de chocolate que habían caído en la bandeja y desparecíamos hasta que la visita se iba.

En aquella ocasión cuando la visita en cuestión se fue yo me quedé solo frente al tebeo de Pumby y pensé tristemente si todos mis esfuerzos intelectuales no serían baldíos si al final las visitas no me reconocían mi nivel y me seguían regalando cosas por el estilo.

En cuanto la visita salía por la puerta mi hermana y yo nos abalanzábamos sobre las pastas para devorarlas y mi madre decía: dejarle alguna a vuestro padre, papá estaba siempre trabajando, cuando en aquella ocasión llegó le mostré desolado el libro de Pumby y me dijo: muy bien, qué bonito, verdad…

Trauma sobre trauma en aquellas lejanas navidades sesenteras…

A las pastas famosas mi hermana y yo las llamábamos pastas de perro porque en una ocasión una señora muy cursi del barrio que siempre llevaba sombrero y un perrito muy pequeño estaba comprándolas delante de nosotros y les dijo a los pasteleros que eran para el perro que le encantaban…

Desde entonces se quedaron con el nombre de pastas de perro, mi madre nos advertía que no las llamáramos así, sobre todo que no se nos escapara delante de la visita.

El caso es que eran las pastas de té más finas del barrio, eran de pastelería, las otras pastas del barrio eran las de la panadería del señor Juan, más bastas pero muy ricas también.

Imaginaros, yo de pequeño tomaba pastas de perro, qué tiempos aquellos…

La pastelería del barrio era de un matrimonio ya mayor que vivía en la trastienda, eran muy cariñosos, siempre nos daban a mi hermana y a mí algún caramelo cuando íbamos a comprar las pastas…

(continuará)

El paseante


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