lunes, 14 de enero de 2013

La película de la semana. El pequeño Lord. John Cromwell. 1936.




Es la película favorita de mi infancia, cada año en navidad la ponían sin falta en Especial Vacaciones por la tele, todas las tardes en vacaciones no se interrumpía la programación y nos ponían películas para los niños, aún resuena en mi memoria la sintonía, tirorirorirorirotirorirorirora, los de mi generación lo recordaréis perfectamente, daba una alegría oír la sintonía, era garantía de entretenimiento asegurado.

Yo quería ser como él, es decir, ser un pequeño Lord, quería parecerme a él, vivir como él, vestir como él, tener sus refinados modales, su clase, su dulzura, su incomprendida candidez, su cándida ternura, porque este niño cautivaba a cualquiera, era como un ángel dulce y amoroso, puro, generoso, inocente y bello, sobre todo muy bello, con una belleza celestial que no parecía pudiera darse en la tierra, un querubín de cabellos ondulados, vestido a la inglesa, con una delicada institutriz a su lado y un abuelo inmensamente rico que vivía en un castillo en Inglaterra.

La imaginación estaba servida, no podía haber una fórmula, un cóctel, que excitara más la imaginación de un niño, al menos la mía, aquello estaba hecho a mi medida, estaba decidido, yo era la versión rediviva de aquel pequeño Lord, y me puse manos a la obra.

Pero había diferencias, claro, una de ellas era el cabello, por aquel entonces yo tenía cabello, claro, aún era un niño, los niños tienen pelo, y yo lo tenía abundante, pero no como él, mi cabello era más rubio y menos rizado que el de aquel pequeño Lord, el mío sólo era ligeramente ondulado, y luego estaba el asunto de la nariz, mi nariz no era tan achatada con aquella curvatura tan distinguida y aristocrática que tenía la del pequeño Lord, lo del cabello intenté corregirlo lavándome el pelo en lugar de con el champú para rubios que me compraba mi madre, con el champú de mi padre que era de brea, tremendo, menos mal que mi madre no se dio cuenta, porque el cabello no se me llegó nunca a oscurecer, y lo de la nariz intenté corregirlo tratando de achatármela presionándomela hacia abajo cuando nadie me veía pero aquello tampoco daba resultado.

En lo del carácter había que trabajar también, yo tenía peor genio y procuré enmendarme aunque de vez en cuando no lo lograba demasiado, es difícil que un chico español de los años 60 se parezca en forma de ser a un pequeño Lord inglés de comienzos de siglo, pero me puse a ello.

Otro aspecto importante era el de la ropa como puede apreciarse en la fotografía, yo no vestía así, no es que fuera un desarrapado pero en la España de los años 60 los niños no vestíamos así.

Y también el tema de la casa, yo no vivía en un castillo inglés por mucho que tratara de echarle imaginación.

También notaba cierta diferencia de clases sociales, un muchacho de la clase media española de aquella época no estaba al nivel de la aristocracia inglesa de comienzos de siglo ni mucho menos.

Por otro lado empecé a pensar que el intentar ser como el pequeño Lord era tarea inútil y que iba a parecer algo anacrónico, fantasioso e inverosímil.

Y así, poco a poco, fui declinando en mi intención pero creo que siempre quedó latente en mí ese deseo y que aún hoy pervive, nunca querré ser un Lord, pero un pequeño Lord sí, claro, eso es diferente, y es que hay fantasías de niño que siempre van con uno durante toda la vida.

El paseante


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