martes, 14 de mayo de 2013

El cuadro de la semana. La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David. 1833.



—Como gustéis, dijo Sócrates; si es cosa que podéis cogerme y si no escapo a vuestras manos. Y sonriéndose y mirándonos al mismo tiempo, dijo: no puedo convencer a Criton de que yo soy el Sócrates que conversa con vosotros y que arregla todas las partes de su discurso; se imagina siempre que soy el que va a ver morir luego, y en este concepto me pregunta cómo me ha de enterrar. Y todo ese largo discurso que acabo de dirigiros para probaros que desde que haya bebido la cicuta no permaneceré ya con vosotros, sino que os abandonaré e iré a gozar de la felicidad de los bienaventurados; todo esto me parece que lo he dicho en vano para Criton, como si sólo hubiera hablado para consolaros y para mi consuelo. Os suplico que seáis mis fiadores cerca de Criton, pero de contrario modo a como el lo fue de mi cerca de los jueces, porque allí respondió por mí de que no me fugaría. Y ahora quiero que vosotros respondáis, os lo suplico, de que en el momento que muera, me iré; a fin de que el pobre Criton soporte con más tranquilidad mi muerte, y que al ver quemar mi cuerpo o darle tierra no se desespere, como si yo sufriese grandes males, y no diga en mis funerales: que expone a Sócrates, que lleva a Sócrates, que entierra a Sócrates; porque es preciso que sepas, mi querido Criton, le dijo, que hablar impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las almas. Es preciso tener más valor, y decir que es mi cuerpo el que tú entierras; y entiérrale como te acomode, y de la manera que creas ser más conforme con las leyes.

Al concluir estas palabras se levantó y pasó a una habitación inmediata para bañarse. Criton le siguió, y Sócrates nos suplicó que le aguardásemos. Le aguardamos, pues, rodando mientras tanto nuestra conversación ya sobre lo que nos había dicho, haciendo sobre ello reflexiones, ya sobre la triste situación en que íbamos a quedar, considerándonos como hijos que iban a verse privados de su padre, y condenados a pasar el resto de nuestros dios en completa orfandad.

Después que salió del baño le llevaron allí sus hijos; porque tenía tres, dos muy jóvenes y otro que era ya bastante grande, y con ellos entraron las mujeres de su familia. Habló con todos un rato en presencia de Criton, y les dio sus órdenes; en seguida hizo que se retirasen las mujeres y los niños, y vino a donde nosotros estábamos. Ya se aproximaba la puesta del sol, porque había permanecido largo rato en el cuarto del baño. En cuanto entró se sentó en su cama, sin tener tiempo para decirnos nada, porque el servidor de los Once entró casi en aquel momento y aproximándose a él, dijo: Sócrates, no tengo que dirigirte la misma reprensión que a los demás que han estado en tu caso. Desde que vengo a advertirles, por orden de los magistrados, que es preciso beber el veneno, se alborotan contra mí y me maldicen; pero respecto a ti, desde que estás aquí, siempre me has parecido el más firme, el más dulce y el mejor de cuantos han entrado en esta prisión; y estoy bien seguro de que en este momento no estás enfadado conmigo, y que sólo lo estarás con los que son la causa de tu desgracia, y a quienes tú conoces bien. Ahora, Sócrates, sabes lo que vengo a anunciarte; recibe mi saludo, y trata de soportar con resignación lo que es inevitable. Dicho esto, volvió la espalda, y se retiró derramando lágrimas. Sócrates, mirándole, le dijo: y también yo te saludo, amigo mío, y haré lo que me dices. Ved, nos dijo al mismo tiempo, qué honradez la de este hombre; durante el tiempo que he permanecido aquí me ha venido a ver muchas veces; se conducía como el mejor de los hombres; y en este momento, ¡qué de veras me llora! Pero, adelante, Criton; obedezcámosle de buena voluntad, y que me traiga el veneno si está machacado; y si no lo está, que él mismo lo machaque.

—Pienso, Sócrates, dijo Criton, que el sol alumbra todavía las montañas, y que no se ha puesto; y me consta, que otros muchos no han bebido el veneno sino mucho después de haber recibido la orden; que han comido y bebido a su gusto y aun algunos gozado de los placeres del amor; así que no debes apurarte, porque aún tienes tiempo.

—Los que hacen lo que tú dices, Criton, respondió Sócrates, tienen sus razones; creen que eso más ganan, pero yo las tengo también para no hacerlo, porque la única cosa que creo ganar, bebiendo la cicuta un poco más tarde, es hacerme ridículo a mis propios ojos, manifestándome tan ansioso de vida, que intente ahorrar la muerte, cuando esta es absolutamente inevitable. Así, pues, mi querido Criton, haced lo que os he dicho, y no me atormentes más.

—Entonces Criton hizo una seña al esclavo que tenía allí cerca. El esclavo salió, y poco después volvió con el que debía suministrar el veneno, que llevaba ya disuelto en una copa. Sócrates viéndole entrar, le dijo: muy bien, amigo mío; es preciso que me digas lo que tengo que hacer; porque tú eres el que debes enseñármelo.

—Nada más, le dijo este hombre, que ponerte a pasear después de haber bebido la cicuta, hasta que sientas que se debilitan tus piernas, y entonces te acuestas en tu cama. Al mismo tiempo le alargó la copa. Sócrates la tomó, Equecrates, con la mayor tranquilidad, sin ninguna emoción, sin mudar de color ni de semblante; y mirando a este hombre con ojo firme y seguro, como acostumbraba, le dijo: ¿es permitido hacer una libación con un poco de este brebaje?

—Sócrates, le respondió este hombre, sólo disolvemos lo que precisamente se ha de beber.

—Ya lo entiendo, dijo Sócrates; pero por lo menos es permitido y muy justo dirigir oraciones a los dioses, para que bendigan nuestro viaje, y que le hagan dichoso; esto es lo que les pido, y ¡ojalá escuchen mis votos! después de haber dicho esto, llevó la copa a los labios, y bebió con una tranquilidad y una dulzura maravillosas.

Hasta entonces nosotros tuvimos fuerza para contener las lágrimas, pero al verle beber y después que hubo bebido, ya no fuimos dueños de nosotros mismos. Yo sé decir, que mis lágrimas corrieron en abundancia, y a pesar de todos mis esfuerzos no tuve más remedio que cubrirme con mi capa para llorar con libertad por mí mismo, porque no era la desgracia de Sócrates la que yo lloraba, sino la mía propia pensando en el amigo que iba a perder. Criton, antes que yo, no pudiendo contener sus lágrimas, había salido; y Apolodoro, que ya antes no había cesado de llorar, prorrumpió en gritos y en sollozos, que partían el alma de cuantos estaban presentes, menos la de Sócrates. ¿Qué hacéis, dijo, amigos míos? ¿No fue el temor de estas debilidades inconvenientes lo que motivó el haber alejado de aquí las mujeres? ¿Por qué he oído decir siempre que es preciso morir oyendo buenas palabras? Manteneos, pues, tranquilos, y dad pruebas de más firmeza.

Estas palabras nos llenaron de confusión, y retuvimos nuestras lágrimas.

—Sócrates, que estaba paseándose, dijo que sentía desfallecer sus piernas, y se acostó de espalda, como el hombre le había ordenado. Al mismo tiempo este mismo hombre, que le había dado el veneno, se aproximó, y después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó con fuerza un pié, y le preguntó si lo sentía, y Sócrates respondió que no. Le estrechó en seguida las piernas y, llevando sus manos más arriba, nos hizo ver que el cuerpo se helaba y se endurecía, y tocándole él mismo, nos dijo que en el momento que el frío llegase al corazón, Sócrates dejaría de existir. Ya el bajo vientre estaba helado, y entonces descubriéndose, porque estaba cubierto, dijo, y estas fueron sus últimas palabras: Criton, debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda.

—Así lo haré, respondió Criton; pero mira si tienes aún alguna advertencia que hacernos.

—No respondió nada, y de allí a poco hizo un movimiento. El hombre aquel entonces lo descubrió por entero y vimos que tenía su mirada fija. Criton, viendo esto, le cerró la boca y los ojos.

—He aquí, Equecrates, cuál fue el fin de nuestro amigo, del hombre, podemos decirlo, que ha sido el mejor de cuantos hemos conocido en nuestro tiempo; y por otra parte, el más sabio, el más justo de todos los hombres.

Fedón o del alma. Platón. 

Obras completas de Platón
puestas en lengua española por Patricio de Azcárate

 

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