lunes, 25 de febrero de 2013

La película de la semana. Dead poets society. Peter Weir. 1989.



Acaban de poner en la tele El club de los poetas muertos y he recordado mis tiempos de Bachillerato, la nostalgia, siempre la nostalgia, últimamente estoy muy nostálgico, ¿será que me voy a morir?, volviendo al tema, yo tuve mi Keating particular, en cuarto de Bachillerato tuvimos un profesor de literatura como él, alguien que por fin nos comprendía y hacía que todo fuera fácil, interesante, motivador, especial.

Sus clases de literatura eran una fiesta, aprendí en apenas un año con él más literatura de la que he aprendido en toda mi vida, creo que mi gusto por la lectura y mi interés por la escritura no hubieran seguramente existido si no hubiera sido por él, yo no era mal estudiante, mediano, pero ese año en literatura batí todos los records, en la redacción de todas las semanas quedaba siempre el primero, semana tras semana durante un año me tocó leer la redacción ante mis compañeros y luego oír los encendidos elogios del profesor que me instaba a ser escritor, me sentía abrumado pero no podía dejar de escribir lo que pensaba, lo que sentía, lo que me emocionaba.

Aquel año, en aquellas clases de literatura fui inmensamente feliz.

Creo que mi gusto por el arte, el pensamiento y la creatividad tienen en ese profesor su catalizador, sin él yo no sería el mismo, sería diferente, él me abrió las puertas de un mundo diferente, una nueva dimensión de la vida, y no sólo a mí, él también tenía como en la película su club de los poetas muertos, y éramos toda la clase, que de aquellos adolescentes lograra hacer aunque sólo fuera durante un año unas personas sensibles y maduras fue un milagro, un milagro conseguido a fuerza de sinceridad, diálogo, comprensión y razonamiento, algo en las antípodas de la educación que imperaba en un colegio de curas de comienzos de los años 70 en la España franquista.

Pero como en la película a él también le echaron del colegio, apenas duró un año, hizo que se tambalearan los cimientos de aquella rancia educación tradicional hasta tal punto que el resto del claustro de profesores se pusieron en su contra y le expulsaron porque supuestamente era una mala influencia para nosotros, para nosotros que nos quedamos como huérfanos cuando se marchó, no le dejaron ni despedirse de nosotros, simplemente un buen día no volvimos a verle más.

Se daba la circunstancia de que además de nuestro profesor de literatura era el tutor de mi clase lo cual suponía que éramos sus niños mimados, nos adoraba, se notaba, cuando eres un adolescente necesitas de manera especial la comprensión, el cariño, la escucha, y él nos daba todo eso, nos comprendía de una manera muy especial porque era uno más entre nosotros, uno más entre nosotros…, precisamente por eso le echaron.

La disculpa que dieron a nuestros padres es que nos metía mano, fue vergonzante, encima nos mancharon a nosotros con esa falsa acusación, aún recuerdo cuando mis padres me preguntaron si me había tocado, bochornoso y humillante que el único profesor del colegio que no era gay sin sombra de duda alguna al respecto fuera expulsado acusado de ser gay y de abusar de los alumnos precisamente por quienes eso hacían de manera impune y de forma continuada.

Aquella fue la primera lección en la vida sobre el funcionamiento de las organizaciones, el precio de ser diferente, la amenaza que supone para los demás el destacar, y el valor de la mentira.

No la he olvidado nunca, y siempre llevaré en el recuerdo a aquel profesor de literatura que me inoculó el virus más preciado y devastador, la más potente droga, el más peligroso narcótico, la búsqueda de la belleza, la armonía y la verdad.

Y el más preciado don que jamás he recibido de nadie, la integridad.

El paseante

(en recuerdo de mi profesor de literatura de cuarto curso de bachillerato)
 

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