miércoles, 31 de octubre de 2012

Manhattan y yo.



Skyline de Manhattan, subyugante imagen.
Para mí una ciudad como Manhattan es el paradigma de la felicidad, hay de todo a cualquier hora, entretenimiento y diversión asegurada en la ciudad que nunca duerme, es una ciudad tan viva a cualquier hora que casi no se diferencian el día de la noche, salvo por la diferencia de luz, de día un débil sol apenas logra abrirse paso entre los altos rascacielos, de noche los rascacielos brillan con su propia luz y deslumbran con sus reflejos.
La gente por las calles no te hace ni caso, si intentas preguntar algo pasan de largo sin mirarte, están hartos de las preguntas de los turistas, uno se siente solo, perdido, náufrago, entre tanta gente indiferente a uno, entre tanta prisa, y en esas calles infinitas tan inhóspitas.
Ni en la habitación del hotel logras dejar de sentir la ciudad, siempre hay un reflejo intermitente que te la recuerda, el de algún parpadeante anuncio de neón, o el ruido de una bocina, todo artificial, difícilmente te llega una voz humana, las voces humanas en Nueva York no se oyen, y si intentas oírlas y haces una pregunta a alguien no te responde.
Llegas a echar de menos las voces de los demás, es como una ciudad de cine mudo, silente.
El río Hudson cruza la ciudad de norte a sur, el río desemboca a través de Manhattan y da a la cuidad un toque portuario y canalla, con esas riberas tan abandonadas, donde nadie pasea, con esas humedades, nieblas, edificios industriales, muelles, y ese oleaje ajetreado que lleva el río como con prisas por querer desembocar en el mar de una vez por todas.
Los taxis son otro fenómeno único en Manhattan, acostumbrado a los taxis de Madrid uno se queda perplejo ante el fenómeno taxi en Manhattan, paran cuando y donde quieren, es decir, no se matan precisamente por coger un cliente, allí sobran clientes, y te llevan siempre, si logras que te lleven, a 200 km por hora, o esa impresión da, te llevan además por donde quieren, bueno, eso es igual que en Madrid, pero como allí no conoces la ciudad no sabes nunca dónde vas a acabar, lo mismo no te han entendido bien, eso vas pensando mientras miras por la ventanilla con gesto desolado, aunque la mayoría de los conductores son hispanos, en ese caso todo va bien, los hispanos siempre nos contamos la vida entre nosotros, compartimos más nuestras cosas.
La comida es cara y regular, tampoco es mala como en Londres, más variada y rica, más internacional, con más influencias de otras cocinas, al fin y al cabo estamos en Manhattan, yo compraba comida en una especie de self service cerca del hotel y me la llevaba a la habitación, tenía mucha hambre, se me abría el apetito de tanto caminar y del frío, estuve a principios de diciembre, hacían unos noodles con carne deliciosos, todavía los recuerdo, y un salteado de verduras al curry fenomenal, me ponía, eso sí, todo pringado de salsas.
De noche me daba miedo salir, no sé si sería tan peligroso, por si acaso me quedaba en la habitación del hotel, una habitación de hotel que parecía salida de un cuadro de Edward Hooper.
Estuve como digo en el puente de diciembre, entonces existían las Torres Gemelas, las visité y al salir entré en unos grandes almacenes que había detrás, Century 21 se llamaban, era por la mañana temprano, todos los ejecutivos estaban en sus despachos, la zona estaba desierta, me metí en los almacenes, estaba solo, me daba corte, de repente entró en tropel una avalancha de gente que inundaron todo y se pusieron a comprar desesperadamente, habían comenzado las rebajas en ese mismo instante, allí las rebajas son antes de navidad, así venden más, ví que todo era de marca, Armani, Versace, Ralph Lauren..., me puse a comprar como un loco, aún me acuerdo de una corbata que dejé de comprar preciosa, qué pena, ya había gastado bastante.
La vista desde las Torres Gemelas resultaba algo inquietante, eran demasiado desafiantes, como el Titanic o algo así, desde lo alto uno tenía sensación de peligro, te entraban ganas de salir de allí cuanto antes.
El Empire State era más razonable, desde arriba los coches parecían hormiguitas en lento movimiento.
De regreso en el avión no cabíamos, demasiadas compras, abultaban más las compras que los pasajeros.
Me juré a mí mismo volver todos los años por esas mismas fechas y no he vuelto nunca más.
Aún siento nostalgia de aquel viaje cada vez que veo la imágen del Rockefeller Center en las películas navideñas de la tele.
Pero prefiero Madrid para vivir, aquello es demasiado frío, impersonal, no lo resistiría.

el paseante

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