jueves, 25 de octubre de 2012

La calma.



Todos los años siento la necesidad de sumergirme en las aguas del mar, es como un bautismo, un renacimiento, una especie de consagración.
El mar es para mí como el universo, un cielo inverso que tiene también estrellas, estrellas de mar.
Me sumerjo en las aguas frías de septiembre, el mar entra ya en el otoño, se enfría, se oscurece, se nubla, porque el mar tiene, al igual que el cielo, sus nubes, corrientes marinas llenas de algas y de pececillos plateados que nerviosos huyen de mí en cuanto pongo mis pies en el fondo del mar, y el fondo suelta un polvo dentro del agua a mis pisadas, y lentamente, porque me pesa el mar, avanzo por la playa como un astronauta, como si fuera el primer hombre que pisa el mar.
Al salir del agua me tumbo al sol sobre la arena de la playa, qué delicia poder sentir el calor del sol después de haber sentido el frío del mar, tonifica, renueva, energiza, el mar, la playa, el sol.
Y al atardecer ver la puesta de sol sobre el mar reflejada, todo oros anaranjados y rosas violáceos, cada puesta de sol diferente con las montañas a los lejos enmarcando el paisaje como si de una acuarela inventada se tratara por lo irrealmente bella que resulta la escena, escena que parece va a durar siempre pero que imperceptiblemente va cambiando de luz, de tonalidades, hasta de perspectivas, porque con la llegada de la noche las perspectivas van desapareciendo.
Y al final todo queda dormido y el mar parece acunar el universo con el incesante runrún de sus olas.
Y yo me duerno igualmente entre el sonido incesante del oleaje que parece hacer extender la espuma de las olas hasta los pies de mi cama, hasta los confines de mi subconsciente que se despide de la realidad del día entre la adormecedora nana del mar.
Y a la mañana todo vuelve a la normalidad, el sol aparece en el horizonte, los bañistas comienzan a asomarse a la playa, montan sus sombrillas, extienden las toallas, dan sus paseos por la orilla, y los niños empiezan a chillar como gaviotas y sobrevuelan la playa sin llegar a volar nunca con las manos en aspa, felices sin más, felices por nada, simplemente felices.
Porque todo junto al mar es felicidad, al menos para un veraneante de tierra adentro llegado desde el asfalto, los altos edificios, las prisas y el malhumor.
El mar me salva todos los veranos no sé de qué, pero me salva de algo seguro, creo que me salva de morir ahogado en la ciudad, en ese mar de nada que es la ciudad, en ese absurdo mar de inútiles afanes.
El mar, sí, un año más el mar, el mismo mar de todos los veranos...

el paseante 

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