martes, 28 de octubre de 2014

Crítica teatral. El largo viaje del día hacia la noche. Teatro Marquina.



El largo viaje del día hacia la noche

Lo primero que llama poderosamente la atención es la fuerza dramática del texto que es como un vendaval de sentimientos y emociones a flor de piel, los actores deambulan sobre el escenario arrastrados por esa fuerza incontenible de la acción dramática que se desborda continuamente, se precipita de una escena a la siguiente con una energía muy poderosa que recuerda al teatro griego sobre todo por el tema de fondo de la obra, el destino, inspirado igualmente en Shakespeare al que se cita en alguna ocasión de manera expresa por parte personaje del padre, actor de teatro.
En cualquier caso una imagen vale más que mil palabras, basta ver la escena del hijo abrazando desesperadamente a la madre, intentando salvarse del naufragio al que están condenados los cuatro personajes irremisiblemente, pero por qué?, me pregunto, el destino?, puede uno luchar contra su destino?, es dueño uno realmente de su destino o está escrito en las estrellas? En un momento de la obra este dilema existencial eterno se plantea de manera explicita, tal vez queriendo que sea el espectador el que trate de llegar a alguna conclusión extrapolando lo que sucede en escena a su propia vida.
Uno se siente concernido por el drama que tiene lugar sobre el escenario, por lo que ahí se cuenta y la representación en gran medida comienza a tener lugar dentro de uno mismo al recordar lo que ha sido su vida y cómo las circunstancias le han ido arrastrando hasta donde ahora se encuentra sin poder salir, sin poder escapar, pero tal vez uno tuvo en algún momento capacidad de haber podido variar el rumbo y haber llegado a un puerto diferente, la conclusión es que precisamente enderezando el rumbo y tratando de llegar a un puerto diferente es por lo que hemos llegado al puerto en el que nos encontramos, luego el poder de las circunstancias nos arrastra realmente, el viento del destino es el que va dirigiendo nuestra nave mientras nosotros creemos que manejando sólo el timón conseguiremos la felicidad.
La felicidad como meta siempre, en sus múltiples variantes, en sus incesantes facetas, esa felicidad que tan pronto creemos haberla conseguido se nos escapa de las manos como el agua y ya no vuelve más, quedándonos sólo el recuerdo de esos instantes en los que nos sentimos realmente dichosos.
No podemos quedarnos cautivos del pasado, eso parece decirnos O’Neill a través de la obra, debemos evolucionar, aunque perdamos antiguas ilusiones es necesario encontrar otras nuevas, eso parece querer decirnos el autor, o más bien insinuárnoslo de forma sutil, casi inaudible, como si nos lo susurrara al oído de manera imperceptible y fuéramos nosotros los que tuviéramos que terminar la representación dentro de nuestra cabeza, dentro de nuestra vida, para intentar vivir mejor y de una manera más plena, como personajes del teatro del mundo.

El paseante



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