martes, 7 de octubre de 2014

Bruttini's end (Un asesino en las calles 54).





54 – Bruttini’s end

Brutti, Brutti, hijo mío, oía Bruttini una voz cada vez más nítida que le hablaba al oído, una voz amorosa como la de su madre pero que no era la de su madre aunque le resultaba entre su soñolencia igualmente familiar, Brutti, Brutti, hijo mío, y sin apenas consciencia Bruttini creyó oír la voz de su padre que le hablara desde el más allá, Brutti, Brutti, hijo mío, por un instante imaginó que era la voz de Dios, que eran todas las voces juntas, que era la voz de la vida, del mundo, que venía a despedirse de él en ese momento final de su vida y apenas pudo vislumbrar un gran resplandor, el de un nuevo amanecer, el amanecer de un nuevo día en el que el no viviría más, ni ese día ni los siguientes, eso pensó, ni ese día ni ya nunca más, y toda su vida desfiló como en una moviola de cine y fue proyectando a los ojos de su memoria todos esos momentos de rutilante felicidad, de intensa dicha, de emocionante vida, que había vivido aún sin ser consciente de ellos cuando los había vivido, y entonces una lágrima resbaló sobre su mejilla, una lágrima en la que se condensaba todo el mundo que se le iba para siempre sin él poder apresarlo en ese momento último, en el que lleno de añoranza imaginaba que todo había sido poco más que un sueño como todo en realidad había sido, y su alma se elevó en un éxtasis final por encima de los tejados de Madrid y parecía colgar suspendida de la intensa luz de sol del amanecer, entonces contempló la ciudad desde arriba, todas sus avenidas, sus estrechas callejuelas, sus plazas, su tráfico, sus viandantes que ajetreados comenzaban la jornada allá abajo, en el reino de los vivos, y entonces sonrió para sí feliz de dicha sin saber por qué y una felicidad eterna le traspasó como una lanza que en lugar de matarle le resucitara, y entonces, sólo entonces, en ese preciso instante miró hacia abajo y fijó la vista en el tejado de su humilde buhardilla que colgaba sobre la plaza de Chueca, y fijándose más miró con los ojos de la ensoñación y vio un punto negro, diminuto, que a trompicones, resbalándose por las tejas del tejado y a punto de tropezar y caer al vacío, lograba al fin de un decidido salto final colarse por una de las ventanas de la buhardilla, y entonces Bruttini se dijo a sí mismo: y ahora que me muero el gatito Cachemir vuelve junto a mí, y ahora quedará solo, desprotegido, abandonado de nuevo, y en ese preciso instante, justo en ese momento final, Bruttini volvió a la vida dando un profundo estertor, un profundo quejido y comprobó que la opresión y el dolor del pecho no era sino el gato que dormía plácidamente sobre él, y que las agudas punzadas síntoma de un infarto no eran sino las garras de Cachemir que se agarraban al pecho de su amo queriéndolo rescatar a la vida, retenerlo junto a sí en un eterno abrazo de amor.

(continuará)


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