miércoles, 22 de octubre de 2014

Carballo amaba el mar (Un asesino en las calles 56).




56 – Carballo amaba el mar

Carballo amaba el mar, y el verano, y la playa, Carballo amaba Grecia, amaba Italia, amaba España, Carballo amaba el mediterráneo y sus civilizaciones, pensaba que eran el origen de todo el mundo civilizado, el origen del arte, la cultura, la organización política, Carballo amaba Europa, su conocimiento, su educación, su desarrollo, pensaba que sin Europa el mundo sería poca cosa, pero pensaba también que Europa en parte era asiática por influencia y americana también, creía firmemente que sólo desde la mentalidad abierta de un europeo podía comprenderse todo y tener una visión global de la vida, del mundo, del espíritu y de Dios, era Carballo un tanto centrípeto, todo lo quería para sí, lo veía desde sí, lo comprendía desde sí, había viajado algo, y había pensado, se había dejado sorprender y se había sorprendido realmente, y luego había vuelto, había regresado siempre a su pequeña patria, a su ciudad, a Madrid, que era para él su Ítaca, recordaba siempre el poema de Kavafis y el sol, el sol del atardecer en las islas griegas y cómo ilumina candente, como si fuera el filamento de una bombilla que se va apagando toda la extensión del mar y los acantilados de las islas, dando al conjunto un aspecto de eternidad, de inmortalidad, de intemporalidad, Carballo pensaba entonces que el hombre era algo pasajero sobre la tierra, algo así como una epidemia de gripe, como si fuera un virus o una bacteria, que acabaría pasando sin dejar rastro alguno que perdurara, ni recuerdo en nadie porque sólo él, sólo el hombre, tenía la capacidad del recuerdo, y si pudiera dejar algún recuerdo dejaría sólo el recuerdo de la destrucción y la muerte, al igual que cualquier otra epidemia, tal vez esto era un tanto pesimista, eso pensaba Carballo, un tanto catastrofista, y entonces en ocasiones Carballo también pensaba en la belleza, en toda la belleza que ese mismo hombre había sido capaz de crear, y en la comprensión, en la civilización, en el amor, y entonces Carballo volvía a acordarse de Grecia, del origen, siempre de Grecia, y se sentía sin saber bien por qué feliz y eterno, como si bastara Grecia, bastara el sol de cualquier atardecer, bastara el mar, bastara cualquier playa, cualquier Ítaca a la que poder volver, para sentir una rara felicidad que nunca acababa de apagarse en el corazón, y en la cual se refugiaba como un último rescoldo de cariño, de ternura, de amor, que el mundo, la vida, el hombre, le entregara, y entonces finalmente pensaba que todo tenía un origen preciso, un hombre en concreto, un pensamiento, un filósofo, Platón, y detrás de él veía a Dios, y delante de él a Jesucristo, y entonces todo volvía a tener sentido, y él, Carballo, volvía a ser feliz, siquiera fuera durante un momento más, eso sí, un momento que parecía eterno, que iba a durar por siempre en su corazón, en ese corazón que su madre llenó cuando era pequeño de ternura y de bondad, ese corazón que no cesaba de latir con emoción aún infantil cada día.
Carballo, era, en definitiva, un romántico, un terrible romántico, y ésa era su última energía, gracias a la cual seguía aún vivo, pese a los desengaños, los sinsabores, la incomprensión y la violencia del mundo y de esa epidemia que lo dominaba llamada hombre.

(continuará)


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