miércoles, 12 de junio de 2013

El enigma de un par de botas.




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Sábado 02 de Febrero de 2013 21:21
Francisco Rodríguez Pastoriza
Francisco R. Pastoriza*
Acudí a la exposición de los impresionistas en la Fundación Mapfre de Madrid el día de la inauguración sólo para poder contemplar un cuadro que hace mucho tiempo que me inquieta. Se trata de “Un par de botas”, que Vincent Van Gogh pintó en 1886 en su estudio de Montmartre en París cuando tenía 33 años y acababa de mudarse a la capital francesa para formarse en el estudio de Fernand Cormon. Y allí estaba el cuadro, casi oculto al doblar una esquina de esta gran exposición, en uno de los apartados de la sala dedicada a la Bohemia, de un tamaño menor al que siempre me había figurado, pero tan fascinante y enigmático como desde la primera vez que lo descubrí en la reproducción de un catálogo sobre la obra del pintor holandés. Enigma y fascinación multiplicados ahora al contemplar el original. No es de los cuadros más conocidos de Van Gogh, pero es una de las obras de la pintura universal que ha generado un mayor número de interpretaciones.
¿A QUIEN PERTENECEN ESTOS ZAPATOS?
Entre 1885 y 1888 Van Gogh pintó seis cuadros con botas o zapatos, obras que tituló “Un par de botas”, “Un par de zapatos”, “Viejos zapatos con cordones”… Una primera mirada a esta que ahora se expone en Madrid muestra unos zapatos viejos y embarrados, llenos de tierra, posiblemente de labranza, por lo que las primeras interpretaciones se referían a que podrían pertenecer a alguien del mundo rural. Un par de botas que se utilizan para faenas agrícolas, un supuesto reforzado por el hecho de que el propio Van Gogh se definió en alguna ocasión como “un pintor de campesinos”.
El filósofo Martin Heidegger, en su libro El origen de la obra de arte (1938), analizó este cuadro de Van Gogh después de haberlo visto por primera vez en una exposición en Amsterdam en 1930. Su ensayo lo tituló “Un par de botas de campesina”, atribuyendo a una mujer la propiedad de las botas. En su concepto de la obra de arte como evocadora de una realidad ausente, Heidegger afirmaba que a través de este cuadro se revela el cansino andar de la labriega, la soledad del sendero, la cabaña en el claro y los gastados y rotos útiles de labranza en los surcos y en el hogar. Textualmente: En la oscura oquedad del gastado interior de la bota queda plasmada la fatiga de los pasos laboriosos (…) Bajo las suelas se desliza la soledad del sendero al caer la tarde (...) Este útil está transido de la inquietud latente por la seguridad del pan, la callada alegría por la superación renovada de la penuria, la angustiada espera del parto y el temblor ante la amenaza de la muerte (...) Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora (...)
El historiador y crítico de arte Meyer Schapiro hace, sin embargo, en “La naturaleza muerta como objeto personal” (1968) una interpretación distinta a la de Heidegger, ya que no tiene ninguna duda de que los zapatos del cuadro de Van Gogh pertenecen a un habitante de ciudad, posiblemente al propio Van Gogh. Seguramente, dice, son sus propios zapatos, los que utilizaba habitualmente para callejear por la ciudad y que, en un momento determinado, decidió pintar, de la misma manera que pintó su habitación, la silla en la que se sentaba o algunas de sus pertenencias. En Van Gogh, la idea de los zapatos sería el símbolo del peregrinaje constante que era su vida de andariego impenitente. Estos zapatos no serían sino su autorretrato. Una interpretación avalada por Paul Gaugin, quien vivió una temporada con Van Gogh, y dijo en una ocasión que en la habitación había un par de botas viejas claveteadas, llenas de barro, con las que Van Gogh hizo una notable pintura de naturaleza muerta. Y por François Gauzo, compañero de taller de Van Gogh, quien asegura que el artista compró los zapatos en un rastro de París, se los puso una tarde de lluvia y quedaron tal cual los trasladó a su cuadro. Schapiro llega a justificar la imagen con la que el pintor ha colocado su mirada sobre los zapatos: “Los ha presentado frente a nosotros como mirándonos, con una apariencia tan gastada que podemos referirnos a ellos como verdaderos retratos de zapatos en proceso de envejecimiento”. Lo hace no sólo para desmentir la interpretación de Heidegger, al que acusa de proyectar sus fantasías en la pintura de Van Gogh, sino para “devolver los zapatos a su dueño legítimo”.
¿SE TRATA DE UN PAR DE ZAPATOS?
En 1978, otro filósofo, Jacques Derrida, afirmaba en su obra “La verdad en la pintura” que el calzado del cuadro es heterosexual, que no existe nada que indique que pertenece a una mujer, que puede ser también de un hombre. En este sentido, como acto simbólico, Derrida cree que los zapatos son únicamente un objeto inerte, un producto final reificado, como la pila de zapatos que quedó tras Auschwitz, como la que yo mismo he visto expuesta en una de las galerías-museo del campo de concentración de Buchenwald y que pertenecieron a los judíos que fueron asesinados allí, como el calzado quemado entre los restos de un incendio, o como los zapatos de los campesinos que el fotógrafo Walker Evans retrató durante su etapa en la Farm Security Administration, una institución creada por el gobierno de Roosevelt para conocer la vida de los habitantes de las zonas rurales de los Estados Unidos durante la Gran Depresión. Evans supo ver que los zapatos de aquellos trabajadores del campo retrataban mejor que nada sus condiciones de vida. Porque los zapatos retratan a quienes los llevan; estar en los zapatos de alguien significa estar en su situación. Dos escritores españoles lo ratifican, al hablar del cuadro de Van Gogh: Manuel Rivas (“Cuatro líneas”. El País, 20-12-2008) escribe: Esos dos zapatones pueden verse como las páginas centrales de un manifiesto de la Tierra. Parecen contener la memoria de todo lo que la humanidad ha andado. Incluida la humanidad descalza. Parecen hechos con el cuero de todos los despellejados de la historia. Y Félix de Azúa (“Otro espíritu sobre las aguas”, El País, 8-11-2008): esas botas elevadas de rango ya no son el útil del labriego, del caminante, del peregrino o del propio Van Gogh... sino el signo abstracto del dolor humano encarnado por un icono que destruye para siempre las viejas botas que todos hemos amado con locura y por cuyo amor hemos tardado demasiados años en comprar unas nuevas.
Pero, finalmente, Derrida introduce un nuevo elemento, insospechado, desconcertante, fruto de una contemplación detallista del cuadro de Van Gogh, una sorpresa que ahora seguramente usted va a experimentar también. Mire fijamente el cuadro: ¿Se trata en realidad de un par de botas?. ¿No parece más bien que las dos piezas sean de un mismo pie izquierdo, de pares de zapatos diferentes?. El simbolismo de esta nueva visión lleva al filósofo a interpretar la pintura como la expresión de una bisexualidad evidente y hasta a ver en su composición la forma de una vagina.
*Profesor de la UCM

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