sábado, 21 de noviembre de 2020

Sentado en la pequeña cocina de mi apartamento.

 

Sentado en la pequeña cocina de mi apartamento me acuerdo  del día que vino el instalador de los muebles, un hombre ya mayor, entonces yo era joven, tal vez tendría la edad que yo tengo ahora, rozando ya la jubilación, era comienzos de verano y empezaba a hacer calor, se tomó un día entero, y eso que la cocina es pequeña, en cuanto le vi supe que lo iba a hacer perfecto, y así fue, era de esas personas a la antigua usanza, como de la época de mis abuelos, donde la responsabilidad y la palabra dada estaban por encima de todo, el resultado fue tal cual, impecable, él, pese al calor nunca descansaba, sólo me pedía, de vez en cuando, agua, bebía ansiosamente un vaso y seguía incansable, era un hombre algo rechoncho, fortachón, serraba, atornillaba, perforaba la pared, yo no necesitaba mirar o estar atento, confiaba en él, miro ahora la cocina y pienso en el resultado, simplemente perfecto, perfección milimétrica. Seguramente ya no vivirá, en aquel entonces a mí la vida me parecía infinita, me parecía que todos íbamos a vivir por siempre, ahora sé que ni siquiera yo viviré, no sólo por siempre, sino tan siquiera por mucho tiempo, y recuerdo aquella tarde de calor, aquel hombre encerrado en la cocina horas y horas que sólo pedía agua y su trabajo tan cabal, y pienso en la fugacidad del tiempo, de la vida, de las vidas, y de la perfección, exquisita perfección de la vida y de sus momentos tan fugaces, exquisitos, evocadores y sublimes en su simplicidad. Al terminar, cayéndole las gotas de sudor por la frente le pagué y le dí la mano, nada más, con el sentimiento de haber recibido una lección.

El paseante

 

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