Lo leí este verano con un calor sofocante, una tarde acabé
lo que me quedaba de un tirón, sudaba por el calor y por la trama que se va
precipitando, te dices a ti mismo mientras lo lees: esto que estoy pensando va
a pasar no puede pasar, y entonces pasa, pero no pasa sólo lo que pensabas que
no podía pasar sino que pasa de peor manera de lo que imaginabas, es decir,
real como la vida misma, pensaba habérselo recomendado a mi madre pero es una
lectura poco recomendable para una madre, demasiada violencia, la narración es
tan efectiva que parece como si estuvieras delante de una pantalla de cine
viendo una película, como siempre nuestro amigo Ripley metiéndose en líos y
metiendo en líos a los demás, y él saliendo indemne, o casi, pero quedando
marcado, moralmente marcado, Ripley va acrisolando con el desarrollo de la
trama de las novelas de Highsmith una especie de armadura moral imbatible
propia, un tanto amoral desde un punto de vista convencional, una moral sui
géneris para ir sorteando las vicisitudes de la trama de la vida, como nos pasa
a todos, una moral adaptativa, algo permisiva, autojustificativa, sólo que en
él esa moral hace estallar muchos acrisolados valores de la moral tradicional
dada su intensa vida llevada al límite, a él siempre le queda volver junto a su
acaudalada esposa a su villa de las afueras de París, cuidar de las flores del
jardín y tocar el clavicordio, también pintar algún cuadro, y a nosotros
siempre nos queda leer las novelas de la Highsmith y pensar si no nos parecemos
en el fondo tanto a Ripley que acabaríamos haciendo lo mismo que él hace aunque
seguramente con menos éxito, cosas de la ficción.
El paseante
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