Sesenta años después de su muerte, Raymond Chandler sigue instalado en el
cénit de la novela negra gracias a un personaje que busca la verdad, sabe que
es difícil encontrarla y entiende que nunca es unívoca
Jesús Mota – 29 AGO 2019 – EL PAÍS
Humphrey Bogart y Lauren Bacall,
en una escena de la película 'El sueño eterno' (1946). Bettmann Archive
Durante tres
décadas, entre los cincuenta hasta finales de los setenta, las siete novelas
escritas por Raymond Thornton Chandler fueron un referente
cultural tan identificable como Freud, Marcuse o Nabokov. Entre los lectores se
había despertado una apetencia por el consumo de todo lo etiquetado (por los
franceses, siempre dispuestos a descubrir las sopas de ajo) como novela negra.
La apetencia —o el mercado, que dirían los editores— procedía de Dashiell Hammett, un blacklisted,
excelente escritor y eximio ciudadano entre cuyos numerosos méritos se cuentan
haber escrito Cosecha roja o La llave de cristal. Bueno, también El
halcón maltés. Chandler prorrogó la tarea de Hammett, en la literatura y en
el cine. Lo mismo escribía un ensayo sobre el arte de escribir que preparaba un
guion para Wilder (Perdición) o Hitchcock (Extraños en un tren).
Una pregunta
recurrente, tan trivial como difícil de responder, es qué queda de un autor 60
años después de su muerte. No hay indicadores precisos para calcular su
herencia o su influencia una vez transcurrido ese tiempo que en teoría debe
confirmar o desvirtuar su figura. Juan Benet, que tenía una sabrosa
predilección por los ajustes de cuentas literarios, escribió un esclarecedor
ensayo para renegar de James Joyce; Rafael Sánchez Ferlosio, desde su escepticismo provocador,
sugirió que el paso del tiempo no pone en su lugar a un escritor; si acaso, los
años amplifican la percepción buena o mala que el autor recogió en su tiempo.
Si don Rafael tenía razón, Chandler permanecería cómodamente instalado en el
cénit de la llamada escuela negra norteamericana.
Chandler
vivió su profesión literaria desgarrado entre un amor más grande que la vida a
lo que él llamaba novela policial, necesitada en su opinión de una
recomposición de sus patrones estructurales, y la querencia hacia lo que se
entendía en su tiempo como literatura seria; distinción que hoy no está tan
clara gracias en parte al propio Chandler. Este desgarro se aprecia en sus
continuas lamentaciones literarias en sus cartas y textos privados, en sus
persistentes quejas sobre las novelas de misterio y, como no podía ser de otra
forma, en la construcción de sus personajes.
Tenía
perfectamente clara cuál era la mutación que Dashiell Hammett había causado en
la novela policiaca (“Arrancó el asesinato del vaso veneciano donde se
encontraba y lo arrojó a la calle”).Tampoco dudaba de la conveniencia de hacer
pivotar sus novelas policiales sobre un protagonista complejo. La construcción
del personaje Philip Marlowe
responde a esa inclinación hacia la complejidad. Marlowe es una mezcla
reconocible, aunque a veces arbitraria, de dureza, compasión y agilidad mental.
“Si no fuera duro, no podría vivir; si no fuera comprensivo, no merecería la
pena vivir”. El carácter referencial de Marlowe para una generación que vivía
sumergida en la Guerra Fría, en las decepciones del socialismo real, en la
cruda realidad de Estados Unidos como un imperio agobiado por compromisos que
no sabía mantener, se explica por la identificación con un personaje que tiene
el impulso de buscar la verdad (un detective privado), que sabe que es difícil
encontrarla, que entiende que la verdad no es unívoca y que, casi con
seguridad, descubrirá que es decepcionante.
Chandler vivió desgarrado entre un amor a la novela policial y una
querencia a la entonces llamada literatura seria
Con este
cóctel psicológico, Marlowe se convirtió en un trasunto, como se decía antaño,
del crecimiento frustrado de una generación que descubrió, en palabras de
Vázquez Montalbán, que “el mundo no es como creíamos, sino como temíamos”. Esa
identificación sentimental, por decirlo así, no hubiera sido posible sin el
lenguaje propio de Chandler. Narración en primera persona, estilo rápido,
frases cortas y cáusticas, descripciones breves. Un lenguaje vivo que, ojo, no
es el de la calle, pero bien podría ser el de maleantes que hubieran estudiado
en colegios británicos. Como el propio autor, sin ir más lejos. Las comparaciones
son hiperbólicas y el sentido último del relato no excluye jamás la autoironía.
Cuando Marlowe se encuentra con Carmen Sternwood (El sueño eterno), este
es el intercambio verbal que define para siempre a cada uno de ellos:
—Es usted muy
alto.
—Ha sido sin
querer.
Obsérvese la
rapidez con que el detective subraya la superficialidad de la pequeña de los
Sternwood. Faulkner cambió ese diálogo, aunque mantuvo su juguetona acidez, en
el guion para El sueño eterno, de Howard Hawks, para atender a la menguada
estatura de Humphrey Bogart (—No es usted muy alto. — Hice lo que pude). Cuando
Marlowe conoce a Iniciativas Malloy en Adiós, muñeca, dice: “Puso sobre
mi hombro una manaza en la que hubiera podido sentarme”. Algo obvio lo describe
como “una tarántula en un plato de nata” o define a un personaje como “más
ancho que un camión cisterna”. El autorretrato de Marlowe aclara casi tanto del
detective como del autor: “Tengo 33 años, fui al colegio y, si es necesario,
aún puedo hablar inglés (…) Soy soltero porque no me gustan las mujeres de los
policías”.
Por el cauce
de este río desembocamos en el cauce principal de Chandler. Philip Marlowe es
un detective autoconsciente. Cobra vida entendiendo y aceptando su papel de
enviado del autor a un mundo confuso, en el cual el crimen no es una anomalía y
la defensa de los débiles solo puede ser sentimental. El protagonista tiene la
función de observador con derecho a juicio moral. Casi podría decirse que
Marlowe disfruta de su condición de personaje literario. “No soy Sherlock
Holmes o Philo Vance. No espero ir a un terreno que ya ha sido cubierto por la
policía, recoger la punta de una pluma rota y convertir eso en un caso”,
pontifica. Consciencia y autoconsciencia, percepción angustiada a ratos de los
propios límites.
Así tenía que
ser Marlowe porque así era su autor: “No soy un ser sociable porque me aburro
con mucha facilidad”, se autoanalizó Chandler. Parte de esa “consciencia del
perímetro vital” procede de una cuidadosa reflexión sobre las relaciones entre
literatura y realidad. Su lema: romanticismo en el tema, realismo en los
caracteres. Su instrumento: la burla, siempre escondida pero siempre presente,
como en potencia. Su concepción literaria: exageración de la violencia y
sobrecarga del potencial de emoción, porque ese es el sentido de la
dramatización. El talento de Raymond consistió en agitar la mezcla hasta
conseguir un gusto amargo. Por eso, Robert Altman cometió un grave error cuando
hipertrofió los tonos burlescos de Marlowe y lo convirtió en un clown en su
versión de El largo adiós.
Lukács tenía
razón en un punto concreto. Las primeras novelas policiacas, las que ofrecían
un enigma criminal y una solución, se sostenían sobre la ideología de la
seguridad. El Poirot de turno era el guardián de la tranquilidad burguesa. La
evolución que inicia Hammett traslada el sentido final hacia el miedo y la
inseguridad; y, por qué no, finalmente a la psicosis. Chandler no atisbó esa
fase final.
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